El Castillo de Matrera
Aprovechando la pequeña explanada de la cumbre del cerro
Pajarete se erige el Castillo de Matrera, convirtiéndose en bastión casi
inexpugnable y en un excelente otero con una amplia panorámica. Este sitio
fue elegido por los partidarios de Omar ibn Hafsun, jefe muladí, a finales del
siglo IX para asentar allí un destacamento y desde él, defender a Iptuci, la
ciudad más avanzada de la Cora de Ronda. Este caudillo, según la historia, era
un insurgente hispano-musulmán, cuyo nombre en árabe es: عمر بن حَفْصُون بن جعفر بن سالم,
nacido en el año 850 en Parauta (Málaga). Pertenecía a una familia de
propietarios, que se decían descendientes de un conde visigodo llamado Alfonso
y que se había convertido al islamismo en tiempos de su bisabuelo. Vivió una
juventud turbulenta; el asesinato de un vecino le obligó a huir a Tahar
(África), donde trabajó como aprendiz de sastre. Volvió a Andalucía y hacia el
año 880 comenzó a actuar como jefe de una partida que tenía su refugio en
Bobastro, un castillo de la serranía de Ronda, y que devastaba las tierras de
los alrededores. Los esfuerzos que por someterle hicieron los gobernadores
fieles al emir de Córdoba resultaron inútiles. Muhammad I, su sucesor
al-Mundir, no lograron dominarle, y su hermano y sucesor ‘Abd-Allàh prefirió
negociar con él, nombrándole gobernador de la cora de Rayyo (Málaga). Tampoco
duró mucho esta vez la sumisión, volviendo a la insurrección. El 16
de mayo de 891 sufrió un descalabro en la batalla de Aguilar de la Frontera
(Córdoba) en el castillo de Poley o Pontón, donde inició su progresivo declive.
Sus agobios se vieron aliviados por la insurrección de los Banu Hayyay de
Sevilla, que obligaron a ‘Abd Alàh a aflojar su presión; fue entonces cuando
ibn Hafsun repudió el islamismo y volvió a la fe cristiana de sus antecesores,
tomando el nombre de Samuel. Este paso no hizo más que agravar su decadencia,
al abandonarle sus seguidores musulmanes. Los años siguientes fueron de
retroceso gradual, el último asalto lo inició el sucesor de Abd Allàh, Abd al-Rahman
III, a partir de 916 ibn Hafsun quedó cercado en su refugio de Bobastro, donde
murió de enfermedad. Desde entonces numerosas fortalezas fueron entregadas al
emir por los musulmanes y Abd-Rahman III obtiene un importante éxito al hacer
prisionero a Sulaymán, uno de los hijos de Umar, y convencerlo para que
disputara el dominio de Bobastro a su hermano Chafar, que fue asesinado en el
año 920. Siete años más tarde, Sulaymán era vencido por las tropas cordobesas y
poco después el último hijo de ibn Hafsun, de nombre Hafs, se rendía en la
fortaleza de Bobastro tras casi cincuenta años de rebeldía. Los restos de Umar
y de su hijo Chefar fueron desenterrados y al encontrarlos enterrados a la
usanza cristiana enfureció aún más a Abd al-Rahman III, que mandó colgar sus
restos en la picota de Córdoba, donde permanecieron durante años; con ello Abd
al-Rahman III conseguía el apoyo unánime de los alfaquíes cordobeses, que no
olvidaban la conversión de ambos al cristianismo y recordaba a los sublevados
la suerte que podían esperar. El clan de los Hafsún tuvo que refugiarse en el
exilio. A la hija de Omar inb Hafsún, Santa Argentea, se la recuerda en la
Iglesia Católica como virgen y mártir. Sobre el sitio de Matrera controlado por
los partidarios de Omar inb Hafsún y después por Córdoba y Granada hasta la
toma de Sevilla por Fernando III poco podemos decir. Es de suponer que, durante
este tiempo de ausencia de información en nuestra zona, se fue consolidando la
habitabilidad del sitio porque a partír de Fernando III las crónicas al hablar
de Matrera lo hacían como La Torre de Matrera.
La entrada del Rey D. Fernando III en
Sevilla se produjo el día 23 de noviembre de 1248 y según las crónicas de este
rey castellano marca un hito en la reconquista de España: «El día de San
Clemente de 1248 entró en Sevilla don Fernando, rey de Castilla y de León. Y el
trabajo y la fatiga de la tarea se compensó en la alegría y en el triunfo de la
entrada en la capital, […/…]. En este tiempo de desolación para los musulmanes,
Fernando III, rey de León y de Castilla, licenció al Ejército y se juntaron
Cortes, en donde se vio la manera de juzgar y de repartir las tierras
mahometanas. A la ciudad de Sevilla se le dieron los mismos fueros que a la
ciudad de Toledo, y se nombró un «nobilísimo colegio de canónigos, con
prebendas y dignidades honestísimas», todo bajo el mando de Felipe, consagrado
arzobispo, primer metropolitano de Sevilla. […/…] Tres años y medio vivió
Fernando III después de conquistada Sevilla. Dedicó ese tiempo a asegurar la nueva
población de caballeros, menestrales y hombres libres, engrandeciéndola en
singulares mercedes y privilegios. El 15 de enero de 1250 concede el rey a
Sevilla el Fuero de Toledo, premiando con casas y tierras a los que en la
conquista habían tomado parte, y a cuantos nuevos pobladores acudieron a su
llamamiento. No es de extrañar que la concesión del fuero sea en más de un año
posterior a la entrada en la ciudad, porque en los primeros momentos
posteriores a la reconquista Sevilla no pudo ser otra cosa que un campamento de
las huestes cristianas, siquiera fuera más amplio, cómodo y seguro que el del
cerro de Cuartos; pues así lo exigían la seguridad de la población y la
posibilidad de un ataque de la morisma, que poseía el territorio desde Utrera a
Cádiz y desde el Guadalquivir a la sierra de Matrera, por el Sur, y los
pequeños reinos de Tejada y Niebla por el Oeste.
El peligro de este asentamiento árabe
tan cercano de Sevilla hizo concebir a Fernando III la idea y el proyecto de
expulsar a todos los mahometanos en las inmediaciones de la gran ciudad de la
Bética. En dos años de lucha Fernando III agregó a su Corona las ciudades de
Lebrija, Arcos, Medina Sidonia, Alcalá de los Gazules, Jerez, Trebujena,
Sanlúcar de Barrameda, Rota y hasta el mismo Cádiz. Pero todo este territorio
volvió a perderse, siendo recuperado más tarde por Alfonso X, llamado el Sabio.
Este vaivén hizo que las fronteras cambiaran muchas veces de lugar, siendo la
definitiva la que iba por Vejer, Jerez, Arcos, que unen desde entonces a sus
nombres el apelativo de «la Frontera». Y entre las distintas concesiones del
rey Fernando figura, en primerísimo lugar, la importancia que dio a la iglesia
de Sevilla, dándole la categoría de metropolitana, concediéndole como renta el
diezmo que le correspondía a la Corona, sin más excepción que del ajarafe y
figueral».Orden de Calatrava
Después de la guerra y toma de
Niebla, el Maestre de Calatrava don Pedro Yáñez ganó a los Moros, junto a otros
castillos, el de Matrera, que se hizo luego encomienda, donándolo el Rey
Alfonso X, el Sabio, el 10 de junio de 1256 en Brihuega (Guadalajara) con todo
su término a la Orden Militar de Calatrava, como dice fray
Francisco Rades y Andrada, que le llamaba Matier; cuyo primer comendador fue
don Espinel, que también lo era del castillo de Sabiote (Jaén). Formó parte del
cinturón defensivo de la frontera del reino de Granada frente a la Corona de
Castilla.
En el año 1263, pasó el Rey de
Sevilla a Córdoba haciendo la guerra a los Moros por Alcalá de Venzayde con el
único efecto de talas y correrías, y una vez en la ciudad de
Sevilla envió a don Nuño González de Lara y a don Juan González, Maestre de la
Orden Militar de Alcántara, a socorrer a Matrera y a su alcaide y Comendador
don Alemán. Por suerte no se perdió esta plaza de gran importancia estratégica.
En la Crónica impresa se lee con error Utrera, que se ha extendido a otras
historias, pero Utrera en esta época no existía entonces ni tan siquiera
pertenecía a la Orden de Calatrava; Matrera sí, que era del Rey y su Comendador
don Alemán que sucedió al primero don Espinel. La semejanza del nombre dio
lugar a la equivocación de imprenta, que, en ejemplares de la Crónica
manuscrita, se lee Matrera, y no Utrera.
Después de las grandes conquistas del siglo XIII, el islam español quedó reducido al reino de Granada. Este reino surgió de la desmembración del imperio almohade y su primer rey fue Mohamed ben Alahmar, fundador de la dinastía nazarí (1238). Comprendía las tierras de la Andalucía penibética, desde Almería a Gibraltar. Fue un reino rico y poblado, enriquecido por un activo comercio y una floreciente industria. Bien defendido por sus montañas y poco atacado por los estados cristianos, pudo defender su independencia durante 140 años, a pesar de las luchas civiles que lo agitaron. Sin embargo, sus reyes pagaron tributo a los de Castilla.
La Torre de Matrera que sirvió de
frontera entre Castilla y el reino Nazarí, en 1322 la Orden de Calatrava lo
perdió, siendo reconquistada definitivamente por Alfonso XI en 1341.
A 1º de abril de 1342 en Tordesillas
(Valladolid), el monarca hizo donación a la Ciudad de Sevilla del castillo de
Matrera con su lugar y términos poblados y por poblar y también de las salinas
y lugar de Hortales, sito en el Campo de Matrera. El
Concejo Hispalense se erigió con su administración desde ese momento. Al
estar situado en plena Frontera o Banda morisca fue asediado por los musulmanes
granadinos en 1408 y en 1445.
Desde ibn Hafsun hasta esta fecha,
las crónicas impresas y los historiadores al hablar del sitio de Matrera no lo
hacen como Castillo sino como Torre, y es que, en realidad, no era un castillo
sino una torre de avistamiento o de vigilancia donde se refugiaban los pocos
militares (peones) partidarios de Omar ibn Hafsun, en un principio, y después
personal, posiblemente pertenecientes a la aldea de Hortales, que era el sitio
poblado más próximo. Para los cristianos significaba ser una punta de lanza en
la frontera con el islam, además se convirtió en plaza estratégica de la trama
de vigilancia y defensa de la Banda Morisca, que con el paso del tiempo se fue
consolidando como castillo. El rey Alfonso XI, según las crónica, después de
dar por terminada la campaña por la proximidad del invierno, fue a la Torre de
Matrera y estuvo allí cinco días, porque en aquel tiempo no había allí nadie,
sino la Torre solamente. En el libro de Monterías de este Rey se habla del
sitio de Matrera: «…Los Cañaverales de Guadalete son buenos de puerco en
verano. Et en el cañaveral que sopieren que está el puerco, pongan la vocería á
la punta del cañaveral. Et es el armada á la otra punta. La ladera de Matrera
es buen monte de puerco en invierno. Et es la vocería por cima de la cumbre de
la ladera de este monte. Et son las armadas al Encinar…»
Igualmente, el poemario de Alfonso el
Onceno recoge el sito de Matrera con estos versos:
[…Atrauesó la
frontera
Este rrey, que Dios
defienda,
Fue luego cercar
Matrera,
Sobre ella puso su
tienda.
El noble rrey don
Alfonso
Sus gentes fiso
allegar,
Brafaui Beni
Pedrecho,
Ouo gela de dar.
Los moros duelo
fesieron
E maldesieron su
ley,
E en Matrera
posieron
El pendón del noble
rrey.
E pues Matrera
leuara,
El buen rrey tornó
su via,
E a Seuilla llegara
Con la su
caualleria.
A Dios mucho loando
E a la Virgo
coronada.
Asi se yua el rrey
vengando
De los moros de
Granada…]
Como se ha comentado anteriormente, el
Concejo Hispalense se erigió en administrador del Campo de Matrera en todo su
término desde el mismo momento de su donación.
Como sabemos la Torre de Matrera con
sus tierras aledañas llamadas Campo de Matrera fueron donadas a la Ciudad de
Sevilla, y por tanto no tenemos más remedio que tratar de hablar de ciertos
temas relacionados con el Campo que confluían todos en ese punto geográfico
fronterizo que fue, poco a poco, configurándose como Castillo de Matrera.
Las tierras que se donaron se
llamaban Matrera y era una zona fronteriza con el Reino de Granada. Zona que el
Rey Alfonso XI regaló a la ciudad de Sevilla y por tanto era el Cabildo quien
la administraba. La tenencia del castillo de Matrera perteneció a la
jurisdicción del Concejo de Sevilla. Desde el principio estaba controlada por
oficiales de la ciudad. Ya en el reinado de Enrique II, y a pesar de la reforma
efectuada por Alfonso XI encaminada a entregar las tenencias a vecinos de las
villas donde estaban ubicados tales fortalezas, las tenencias comenzaron a
quedar aquí casi de manera exclusiva en manos de los «veinticuatros»
sevillanos, situación que se consolidó legalmente a partir del reinado de Juan
II, cuando a través de un privilegio real emitido en 1443 a instancias de los
propios regidores hispalenses. Los veinticuatro y oficiales de Sevilla pasaron
a convertirse, cada uno de ellos, en alcaides de castillos, dándose el caso de
que, a partir de entonces, el número de tenentes era superior al de los
castillos. Este castillo, que es objeto de nuestro estudio, tenía una especial
relevancia porque era el enclave más querido, por tener una asignación más
alta, nada menos que 12.000 mrs. anuales a pesar del ajuste que hizo el rey
Alfonso XI rebajándolas todas en un 33%. Por eso Pedro Sánchez de Escobar,
tenente vitalicio del castillo de Matrera, pleiteó durante los años 1411 y 1412
con el cabildo hispalense porque se la concedieron a otro. A estos altos
señores que manejaban toda clase de asuntos de la frontera se les ha venido a
llamar por varios autores «Los Señores de la Guerra». Pero he de decir que no
eran estos solamente. Había otros con menos rango que también trazaron sus
estrategias para aprovecharse de la situación, casos que dejaremos para otra
ocasión.
No era un secreto y a nadie debe de
extrañar que la oligarquía política sevillana utilizara sus cargos para
fortalecer su posición y obtener a su vez otros asociados a asuntos
fronterizos; es el caso de Alonso Fernández de Melgarejo, que en 1408, además
de resolver asuntos propios como alcalde mayor, daba órdenes al alcaide del
Castillo de Matrera, Pedro Sánchez de Escobar, para que mantuviese en el
castillo la misma guarnición que la había defendido antes de firmarse la tregua
con los granadinos.
Como debemos comprender no siempre en
las relaciones entre cristianos y moros existía la guerra, sino que se dieron
periodos de ceses de hostilidades. Los periodos de paz más cercanos a la
fundación de Villamartín fueron los de los años 1408 y 1445. Eran muy
importante los mecanismos que se utilizaron en las relaciones fronterizas
establecidas entre los grupos humanos que orillaban la linde de la frontera.
Estos mecanismos eran acuerdos muy puntuales y débiles y como siempre ocurre, alguien
da un «Do» más alto de lo normal, estropeando la labor del coro, cosa que
sucedía muy frecuentemente en el Campo de Matrera.
Aparte del peligro natural que
suponía pasar el ganado al otro lado de la frontera para pastar, había otro que
era las entradas clandestinas, y eso se producía muchas veces porque en
realidad, no se sabía con exactitud dónde estaban los límites fronterizos.
Verdaderamente, lo que se perseguía era intentar impedirlas, designándose a
lugareños para que dirigiesen y acompañasen a los vaqueros cristianos y a las
reses en los lugares contratados para pastar. A los infractores se les
castigaban cuando se les descubrían. En 1453, el Concejo de Arcos comunicaba al
de Sevilla que moros de los castillos de Cárdela y de Aznalmara se habían
llevado cabezas de ganado que andaban por el Campo de Matrera aludiendo que
estas se hallaban en sus términos; también en 1413 el Consejo sevillano tuvo
que descontar a Fernán Sánchez, Diego Jiménez y Manuel Sánchez 3.000 mrs. de la
renta del herbaje de Matrera porque alegaban que habían tenido pérdidas con
motivo de la entrada que los moros hicieron en tierras de Matrera, llevándose
ciertos ganados.
La caída en cautiverio, en el Campo
de Matrera o en cualquier otro sitio de la zona fronteriza, era quizás la cosa
más penosa y angustiosa que se ceñía sobre las gentes que vivían en la frontera
o sus cercanías. Los arrendadores del Campo debieron aprender a vivir
acompañados de la amenaza, siempre latente, que suponía la posible pérdida de la
libertad personal o de seres queridos, estas normas de conductas nunca
abandonaron a la franja territorial colindante con Granada.
La mayor parte de
los cautivos procedían del trasiego cotidiano que latía en la frontera. Al
amparo del relieve y la riqueza forestal del Campo de Matrera, pequeñas
partidas de moros se reunían con frecuencia para producir daños en las tierras
de los cristianos.
Las personas que eran objeto de
apresamiento abarcaban a casi todo el espectro de las gentes que vivían o
deambulaban por la franja. Era el caso de Luis de Sevilla, vecino de Arcos, que
fue sorprendido en el curso de una entrada en las cercanías de Aznalmara en
1450. A veces eran los alcaides de los castillos fronteros emplazados
aisladamente en primera línea, como Juan Sánchez de Cespedosa, de Matrera,
hecho prisionero en 1428. Otras veces, emisarios que cruzaban la raya con
cartas para las autoridades musulmanas. Pero, sin duda, el mayor porcentaje de
apresamientos tenía lugar entre caminantes y, sobre todo, gentes que laboreaban
en la franja y que eran repentinamente sorprendidos cuando estaban dedicados a
sus faenas, normalmente a cierta distancia del núcleo de habitación más
cercano.
La forma más efectiva de liberarse si
alguien era sorprendido, era fugarse, porque este acto era reconocido entre las
reglas de juego de la cautividad. Sin embargo, los métodos más habituales eran
los intercambios de individuos o el pago de rescates. Como intermediarios y
gestores de estos rescates estaban los alfaqueques. En esta zona del Campo de
Matrera el apresamiento de cautivos solía hacerse más como negocio que otra
causa.
Los castillos al borde de la
frontera, que eran los que más nos interesa y en especial el de Matrera, no
fueron reconstruidos, pero sí mejoradas sus fábricas con erección de torres y
cubos, excavaciones de aljibes o levantamiento y acople de lienzos… Debe
tenerse en cuenta que la reutilización de unas defensas que, en numerosos
casos, se mantendrían prácticamente intactas tras la toma de una plaza, pues
las técnicas de conquista ejercitadas normalmente en la linde se basaban en el
asalto por sorpresa o en la capitulación, obviamente serían de inmediato usadas
en su beneficio por los que entonces cambiaban a ser sus defensores. Así las cosas,
recién conquistada una plaza, su nueva guarnición se adaptaba a las
características y al estado de conservación en que se hallaba el recinto, al
menos durante algún tiempo.
En enclaves
menores, tales eran los casos de las torres debidas al Concejo de Sevilla y
dispuestas en la «Banda Morisca», los criterios seguidos para la elección del
lugar de construcción y los motivos que llevaron a su ejecución, eran
básicamente los mismos, pero como dijimos al comienzo el emplazamiento de
Matrera ya existía. Así, el castillo de Matrera se levanta enriscado en las
estribaciones de la sierra de Pajarete, en el término de la población gaditana
de Villamartín, a 523 ms. sobre el nivel del mar. La fortaleza presenta un
amplio albacar de planta ligeramente elíptica con dos puertas de acceso, de El
Sol y de Los Carros, situadas a oriente y poniente, defendidas ambas por sendas
torres de flanqueo de planta cuadrada. Destaca en su disposición la alta y
rectangular torre del homenaje, dividida en tres niveles; localizada en el
flanco N., lugar topográficamente más elevado, desde su terrado se obtiene una
amplia visual tanto de la Campiña como de la compacta mole de la Serranía,
constituyéndose en un excelente otero de la comarca circundante. La defensa
previa de la torre del homenaje se completa mediante una leve y simple camisa
con pequeñas torres.
Donde
principalmente se basaba la eficacia de cualquier castillo era en el adecuado
estado de sus componentes defensivos, ya que, aunque normalmente las
actividades de pequeñas partidas que actuaban en campo abierto con objetivos
más o menos concretos, robo de ganado, quema de cosechas o captura de personas,
debían ser contrarrestadas por reducidas guarniciones que raras veces actuaban
con la diligencia precisa ante esas circunstancias. Los recintos amurallados
solían estar, más de lo que a primera vista pudiese parecer, en un estado
deficiente para desempeñar uno de sus cometidos básicos, ya que era necesario
repararlos continuamente como cualquier otro edificio en uso constante y porque
corrientemente los materiales empleados en sus fábricas y las técnicas
constructivas sufrían un importante y pronto proceso de deterioro. No obstante,
tales tareas requerían la inversión de notables sumas de dinero que sólo en
contadas ocasiones se poseían o llegaban a su destino.Ballesta medieval
A comienzos
del siglo XV el estado de conservación de muchas de las fortificaciones
fronterizas castellanas debía ser bastante pobre. La monarquía, ya fuera
mediante ejecución directa o a través de los grandes concejos realengos,
especialmente Sevilla en el área que estamos tratando, intentó establecer una
mínima infraestructura con vistas a intentar evitar esa precaria situación de
notable deterioro en la que se hallaba parte de los castillos y torres de la
frontera. Teóricamente, la Corona parece ser que seguía un
procedimiento dividido en dos fases. El primer paso era nombrar una serie
de «veedores» y «visitadores» cuya misión era
desplazarse personalmente hasta la misma linde con la misión de redactar sobre
el terreno cuál era el estado de conservación material de los castillos que
iban visitando y estableciendo, a reglón seguido, cuál debía ser el orden de
las reparaciones más urgentes y necesarias. En segundo lugar, se libraba una
suma de dinero con el fin de comenzar las obras. En 1422, dicha cantidad fue
fijada en un millón de maravedís anuales.
Evidentemente,
el castillo de Matrera estaba bajo la jurisdicción de Sevilla y otros más de la
Banda Morisca correspondiéndole al concejo de la Ciudad realizar las anteriores
funciones. Una muestra de lo que decimos:
En 1472,
Juan Gil, alcaide del castillo de Matrera, demandaba al concejo de Sevilla que
reparase una parte de la fortaleza porque se encontraba en estado ruinoso,
circunstancia que había estado denunciando desde hacía tiempo sin recibir
respuesta alguna.
Fiscalizar
sobre el terreno las tareas que debían llevar a cabo los maestros albañiles y
alarifes enviados con vistas a emprender las tareas de «adobo e reparo» de
las fortalezas era también labor de los alcaides, lo que igualmente solía
llevarse a cabo en compañía de algunos miembros del concejo.
En noviembre
de 1402, y aunque parezca a primera vista un tanto inexplicable, se trasladaron
hasta la ciudad de Sevilla los ocho pares de hojas de puertas de la fortaleza,
a fin de que fuesen convenientemente reparadas y forradas en hierro.
El castillo
estuvo, por tanto, durante un periodo de tiempo que se desconoce, y en una zona
no precisamente tranquila y quieta, sin proteger aparentemente los puntos más
vulnerables que tenía cualquier castillo, como eran sus entradas. Es de suponer
que algún medio habilitaría el alcaide para mantener cerrado el recinto hasta
que llegasen las puertas.
Parece ser
que la reparación de huecos y vanos era uno de los problemas que mayor número
de veces se presentaba, posiblemente porque las hojas de las puertas eran
fundamentalmente de madera, material especialmente perecedero si el tratamiento
seguido para endurecerlas y la propia calidad de la misma no eran los más
pertinentes, aparte, claro está, de que los correspondientes encastres en los
muros fuesen de buena fábrica, cosa harto dudosa si tenemos en cuenta la
mediocre calidad constructiva y el pobre remate final de la fortificación. Así,
a comienzos de 1406, fue necesario hacer nuevamente distintas reparaciones en
las puertas de Matrera. En 1411, el albañil Alfonso Martínez recibió un salario
de 500 maravedís por parte del concejo de Sevilla por haber construido y
colocado las quicialeras correspondientes en las puertas del castillo. Tan sólo
cuatro años más tarde, en 1415, hubieron de librarse 2200 maravedís a Rodrigo
Álvarez de Herrera, alcaide de Matrera, por un juego de puertas nuevas que
habían tenido que ponerse en el albacar.
Los trabajos
constructivos de índole menor, los denominados «adobo e reparo», también
eran objeto de atención, aunque generalmente se realizaban con enorme lentitud,
e incluso, no era nada raro que se detuviesen y se llegasen a abandonar sin
verse concluidos. Así, primero se encargaba a uno o más maestros albañiles que
se trasladasen hasta el castillo e hiciesen un recuento de las labores que debían
emprenderse. Vueltos a Sevilla, informaban de aquellas y, sólo entonces, se
libraba el dinero para comenzar las obras. Todo este arduo y moroso
procedimiento fue el que se llevó a cabo cuando, en 1405, tuvieron que hacerse
algunas reparaciones menudas en la fábrica de Matrera. En febrero, Sevilla
mando una carta a Utrera para que su Concejo enviase al recinto fronterizo
maestros albañiles con la tarea de ver qué era necesario reconstruir. En marzo,
el cabildo sevillano llegó a un acuerdo de 3500 maravedís con Pedro Martínez
Doria, Antón Rodríguez y Ruy Pérez, caleros los tres, para que hiciesen y
diesen puestos a pie de obra cien cahíces de cal. En julio, tales caleros
emplearon cinco días en ir a Matrera para ver el lugar donde había de hacerse
la cal para las labores. Hasta agosto no llegaron los albañiles Fernán
Martínez, Juan García y el maestro Alí Guijarro, aunque sólo estuvieron
observando y calibrando lo que debían reparar. Por fin, en noviembre de 1407 se
libraron, definitivamente, los 2000 maravedís a que se elevaba el costo del
aderezo. Habían pasado más de dos años desde que se dieron los primeros pasos
encaminados a efectuar el trabajo. Un procedimiento similar se siguió entre
1409 y 1411 con otras labores y, además, esta vez con la introducción de una
variante: se gastaron 1000 maravedís en que Juan Ortega de Luna, jurado de la
collación de San Ildefonso, fuese hasta el castillo y viese «con sus
ojos» que las obras de albañilería estaban realmente rematadas con
arreglo a las condiciones en que habían sido acordadas. En estos casos
reseñados, al menos se atendió al mantenimiento de Matrera. Pero muy otras
fueron las circunstancias en 1472, cuando el alcaide Juan Gil, como
constatábamos más arriba, demandó una urgente solución al mal estado de la fortaleza,
sin que quede constancia de que se prestase la lógica atención al problema.
Con respecto
a otros de los elementos imprescindibles de cualquier castillo, como era el
caso de la aguada y aljibes de los castillos, parece ser que tampoco
presentaban un idóneo estado de conservación a causa de la combinación de
varias circunstancias. De un lado, probablemente como consecuencia de las
propias sales minerales que el agua tenía en suspensión y que actuaban como un
perenne agente corrosivo digno de tenerse en cuenta. De otro, las humedades y
capilaridades que el almacenamiento del líquido producía sobre materiales no
completamente impermeables.
Por su
parte, durante el mes de agosto de 1413, se libraron 400 maravedís al alcaide
del castillo de Matrera Juan Gómez Hurtado para que este mandase limpiar el
aljibe de la fortaleza, aprovechando así el periodo de menor pluviosidad del
año, haciéndose llevar, poco después, el agua dulce suficiente para llenarlo
posiblemente del manantial que se encuentra en la ladera del Cerro de Pajarete
(hoy manantial de la Ermita de Ntra. Sra. de las Montañas).
Cualquier
fortaleza, aunque dispusiese de un emplazamiento óptimo y contase con un estado
de conservación adecuado, prácticamente perdía su capacidad defensiva puntual
si no contaba simultáneamente con una guarnición suficiente y mínimamente
diligente que pudiese protegerla en caso de asalto o de asedio del enemigo.
Pero, además, el simple hecho de que hubiese un número de hombres tras los
muros de un castillo le confería a éste una cierta capacidad ofensiva, una
potencialidad para el ataque.
Una muestra
de lo que se gastaba en maravedíes en cada categoría de personal de un castillo
lo podemos ver en la tabla siguiente:
EFECTIVOS
Categoría número paga
mensual monto mensual monto anual
Caballeros 80
60 4800
57.600
Ballesteros 200 18 3600 43.200
Lanceros 220 14 3080 36.960
Total:
500 11700 137.760
Ni que decir tiene que Matrera pertenecía al conjunto de fortalezas que se encontraban prácticamente aisladas en la «tierra de nadie» fronteriza, carente de cualquier núcleo habitado asociado y cuya función principal consistía en cumplir labores de atalaya, aviso y refugio para las puntas de ganado que herbajaban en los pastos del Campo de Matrera, estableciendo visuales de alerta con otros reductos cercanos previos a la Campiña sevillana y que dependían directamente del concejo hispalense. Estos castillos, en general de reducida entidad, estaban defendidos por pequeñas guarniciones desplazadas «ex profeso» para protegerlos, por lo que periódicamente eran sustituidas por un nuevo reemplazo.
En la fase
previa de tirantez fronteriza que preludiaba la guerra que se avecinaba, en
abril de 1406, Sevilla libró 1600 maravedís a Bernal González, jurado de la
collación de San Esteban, para que él y otros cinco hombres de a caballo
permaneciesen veinte días de guardia en el término de Matrera. La peligrosa
situación en la que se sumergió toda el área de la franja donde se erigía el
castillo, con el riesgo añadido de posibles cabalgadas musulmanas, hizo que
durante el otoño de 1406 la guarnición fuese nuevamente incrementada, esta vez
con diez ballesteros, grupo que ayudó a amparar la fortaleza durante algún
tiempo. Tal aumento de defensores se hizo prácticamente permanente una vez
rotas las hostilidades, e incluso se prolongó hasta algo más allá después de su
finalización.
El Castillo
de Matrera en tiempo de guerra hubiera resistido mal un embiste granadino sobre
sus muros, ya que el perímetro a defender, que comprendía un albacar que
linealmente cuenta con varios centenares de metros, no podría haberse cubierto
adecuadamente. Habría sido la única solución parapetarse en el reducto donde se
levantaba la torre del homenaje, al que se la podía reducir fácilmente desde
diferentes lados. Según su situación, delante de Matrera no había otra cosa que
la serranía nazarí, por lo que cualquier aviso de un ataque era poco probable.
En el supuesto de que la guarnición resistiera, la llegada de auxilios hubiese
tardado probablemente un tiempo excesivo, porque a retaguardia del castillo las
primeras plazas castellanas importantes, en dirección a Sevilla, eran nada
menos que Los Molares, Las Aguzaderas y, sobre todo, Utrera, ninguna de ellas
precisamente cercana, mientras que hacia el oeste se encontraban Bornos, Espera
y, especialmente, Arcos, tampoco demasiado próximas. Antes de la llegada de
cualquier socorro, los defensores ya se habrían rendido con toda seguridad, tal
como aconteció en otros casos semejantes, y los musulmanes, si veían difícil
mantener el enclave, lo abandonarían tras causarle serios deterioros.
Este
castillo como estaba en primerísima línea de la raya fronteriza debía ser
abastecido de víveres periódicamente mediante recuas que los transportasen
desde otras poblaciones situadas más a retaguardia. Normalmente, estos
abastecimientos se componían de trigo y cebada, alimentos básicos para hombres
y caballos y, aunque su asignación, cantidad y financiación teóricamente
corrían con cargo a la Corona, en la práctica éste delegaba esa tarea sobre el
Concejo sevillano. Pero no siempre, la financiación del abastecimiento
estaba disponibles en sus momentos, especialmente los periodos de malas
cosechas, como las ocurridas en los años 1413 y 1414.
Por otro
lado, junto al emplazamiento de la fortificación, el estado de la fábrica, el
número de gente que la guardara y su abastecimiento, también era imprescindible
que los hombres que tenían que protegerla contasen con suficientes armas y
material de guerra.
Así lo da a
entender Alfonso X al exigir que los castillos estén "labrados e
bastescidos de omes, e de armas, e de todas las otras cosas que les fuesse
menester ... ". Esta obligación se repetirá en otras dos ocasiones,
como en la Ley V, que incluye entre las condiciones que debe cumplir un buen
alcaide, tales como contar con hombres y abastecimiento adecuados, la de tener
armas. Más adelante, se dedicará la ley XI a "Como deuen ser
bastecidos los castillos de armas": "Armas muchas ha menester que aya
en los castillos para ser guardados, e defendidos quando menester fuere. Ca
maguer sean bastecidos de omes e de viandas, sino ouiesse bastecimiento de
armas, no sería todo nada, porque con ellas los han de defender los o
mes". Añade que además de las armas que deje el señor, debe tener
el alcaide las suyas propias, así como "todas aquellas cosas que
son menester para adobar e endereçarlas, de guisa que se ayuden dellas, quando
menester fuere". "E por ende todas las armas del castillo, tan bien
las del señor como las que touiesse y el alcaide, deuen ser muy guardadas
...".
Como hemos
visto que las armas son propiedad del señor (en nuestro caso Sevilla) y del
alcaide, podemos concluir que sólo serían gastos imputables a la tenencia los
derivados del mantenimiento de las armas, pero no su compra, ya que proceden
directamente del señor o del alcaide. Este sería el motivo por el que Sevilla
asume la compra y envío de armas a los castillos mediante libramientos
independientes de los de las tenencias.
Según las
noticias conservadas, los envíos de armas a los castillos debían de cubrir las
necesidades básicas de defensa de los castillos, pero éstos solo eran reales en
momentos de peligro, lo que produjo numerosas quejas ante el cabildo
hispalense. A partir de 1400 se aumentó estos envíos y sobre todo a castillos
de la Banda Morisca, donde se encuentra el de Matrera.
Llama la
atención que en julio de 1406 se trajeran armas a Sevilla procedentes de la
Sierra Norte para su arreglo y posterior envío a castillos de la banda sur.
El concejo
sevillano era, como ya dijimos, el responsable de comprar y enviar las armas a
los castillos. Las numerosas cartas, conservadas en los Papeles del
Mayordomazgo, que dirige el cabildo a los contadores para que libren el pago de
las armas solicitadas así lo demuestran. Pero los gastos no se limitaban al
coste de las propias armas. Era necesario, además, que llegaran a su destino y
para ello se requería un embalaje adecuado y un medio de transporte. La pólvora
se guardaba en odres, cuernos o, lo más frecuente, en barriles, mientras que
las pelotas de plomo solían ir en talegas de cañamazo que a su vez eran metidas
en seras. Se alquilaban acémilas para el transporte y cuyo coste variaba
sustancialmente de un destino a otro. En 1406, dos mulas contaban 90 mrs. por
llevar las armas a Matrera
Además de
los equipos individuales que portarían algunos miembros de la guarnición,
puesto que estos eran de propiedad particular, poco se sabe de las dotaciones
de armamento y guarnición que cada castillo tenía. Así, por ejemplo, con
anterioridad y durante el curso de las operaciones emprendidas por el infante
don Femando de Trastámara entre 1407 y 1410, algunas de las fortalezas
sevillanas de la «Banda Morisca» fueron proveídas con cierta cantidad de
armamento para su defensa.
Por ejemplo:
Matrera
[19-VI-1406]:
una arroba de pólvora para hacer truenos, seis ballestas con sus cintos y
quinientos virotes.
[l-VII-1406]:
seis escudos paveses.
[5-VII-1406]:
un millar de virotes de ballesta empendolados a repartir con El Aguila.
[l-XI-1408]:
tres brazos para ballestas costillas o rollos nuevos que debían ser puestos en
tres cureñas, haciéndoles poner sus cuerdas y «avancuerdas», y
una ballesta nueva con su cinto en sustitución de otra que había llegado
quebrada144.
[20-1-1413]:
seis ballestas con sus cintos y una caja de virotes
[15-X-1428]:
seis pares de hojas, seis bacinetes, seis ballestas con sus cintos, cuatro
cajas de virotes, doce escudos paveses y dos truenos con su pólvora
correspondiente.
Las
guarderías y vigilancias del Campo de Matrera eran «puestas» y dependían
de las ciudades y villas de mayor tamaño, puesto que los reductos de primera
línea tenían suficiente con vigilar frágilmente sus contornos desde sus
adarves. Con respecto a las desplegadas por Sevilla hay un documento que,
aunque sea del siglo XIV nos permite comprobar en qué puntos y lugares eran
situadas. Como ejemplos tenemos que, veintitrés almogávares tenían que guardar
toda la tierra y el monte desde Morón hasta Marchena y, desde esta villa hasta
Matrera y la zona de Sevilla.
Hacia el año
1421 se ve en la documentación una carta de donación de la renta del Campo de
Matrera hecha por el Concejo al jurado Juan de Ortega de Luna que había hecho
población en dicho campo en el lugar de Villamartín, en frontera con los moros,
teniendo consigo a su costa 20 hombres de a caballo en guarda y defensa de la
tierra. La donación se hacía con la condición de que el dicho jurado y los 20
hombres se comprometieran, ante escribano público, a permanecer en Villamartín
la mayor parte del año a partir de 1º de julio de 1421, enviando a Sevilla
testimonio, en cada tercio del año, de cómo cumplen dicho servicio, y que el
arrendamiento de la renta se haga analmente por el Concejo, entregando sus
productos íntegramente a Juan de Ortega de Luna y a sus hombres, para su
mantenimiento.
Dos años más
tarde, en octubre de 1423, Sevilla hizo una composición con Juan de Ortega de
Luna, capitán de Villamartín, vecino de la collación de San Idelfonso, que
gastó de su hacienda en hacer una torre y un cortijo y ciertas casas y población
en ella, teniendo en dicha torre gente de a pie y de a caballo, por lo cual la
tierra comarcana estaba más segura que antes, ahorrando muchas cautividades,
muertes y robos por parte de los moros. Para que lo pudiera continuar Sevilla
acordó que el dicho Juan de Ortega de Luna estuviese en la torre de Villamartín
ocho meses de cada año, con tres hombres de a caballo en guarda del mismo,
haciendo obligación de ello ante Alfonso López, lugarteniente del Escribano
Mayor del Consejo, a partir del año de la fecha, empezando los 8 meses en 1º de
noviembre y así en adelante, dándole para ayuda de su mantenimiento y de la
gente que con él estaba 6.000 mrs. al año.
Los
acontecimientos de las siguientes décadas en relación con el Castillo de
Matrera son bastantes conocidos, así que en modo resumido relatamos lo sucedido
con respecto al Castillo y su entorno hasta entrado en el siglo XVI con la
fundación de Villamartín, datos que recojo de la abundante documentación
aportados por los mayordomos del cabildo hispalense.
En el año
1425 se recoge un mandamiento de Sevilla al mayordomo para que diese a Diego
Ortiz, el mozo, hijo de Pedro Ortiz, veinticuatro, difunto, alcaide del
Castilla de Matrera, en el año en curso, 9.000 mrs. en dinero y 25 cahíces de
pan por la tenencia del mismo, para tenerlo bien poblado, según se contiene en
las Ordenanzas de esta Ciudad que sobre ello hablan.
El mantener
personal activo en el Castillo de Matrera fue una constante y se refleja en
otro documento de 1428, cuando se manda dar 2.000 mrs. a Juan Romero, tenedor
del Castillo de Matrera por Fernán Pérez de Melgarejo, alcaide del mismo, para
su mantenimiento y el de los nombres que consigo tenía en él para su guarda, a
cuenta y pago de la quitación y pan que el alcaide debía tener. Como comentamos
cuando hablábamos sobre los «prisioneros», en agosto de 1428, Juan Sánchez de
Cespedosa estando en el Castillo de Matrera como guarda de él por Fernán Pérez
de Melgarejo, alcaide del mismo, salió del castillo y fue capturado por los
moros pidiendo de rescate 30 doblas de oro moriscas. Se le dieron 10 doblas de
oro para ayuda de su rescate, de los maravedíes que los reyes por sus
ordenanzas mandaban dar cada año de los propios, mandando, a su vez, al
mayordomo que compre de los cambios las 10 doblas de oro. El escribano público
Alfonso López dio fe de que Fernán Pérez de Melgarejo, alcaide del Castillo de
Matrera, recibió 10 doblas de oro moriscas para pagar el rescate de Juan
Sánchez Cespedosa, con la condición de que en el plazo de 60 días lo trajese
ante el concejo o trajese fe de un escribano público de cómo salió de tierra de
moros, y, en caso contrario, se obligaría a devolver las 10 doblas de oro.
Este mismo
año, hubo una petición de armas al concejo sevillano por parte del alcaide del
Castillo de matrera para su guarda y defensa. El pedido consistía en: 6 pares
de hojas, 6 bacinetes, 6 ballestas, 6 cintos, 4 cajas de viratones, 12 paveses
y 2 truenos, y la pólvora que para ellos cumpliese, y que las traiga todas ante
el cabildo y darlo al dicho alcaide ante escribano.
En la década
de 1432-1442, solo dos asuntos a reseñar: uno, el aumento de la tenencia del castillo
por estar en tiempo de guerra. Dicha tenencia se elevó a 12.000 mrs. y 60
cahíces de trigo, para que el alcaide Francisco Fernández de Marmolejo tuviera
la fortaleza poblada y bien guardada; otro, que, en 1437, los moros de Cárdela
entraron en el castillo, quemaron sus puertas y causaron numerosos daños antes
de dejarlo vacío, así que el cabildo sevillano mandó a Francisco de
Villafranca, obrero de las labores, para inspeccionar cuales son los reparos
que debía acometerse.
Entre los
años 1443 y 1454 se barajaban por Sevilla y entre los oficiales del cabildo
listados de nombres para la tenencia del Castillo de Matrera, así como sorteos
entre los oficiales.
En noviembre
de 1472, Gonzalo Rodríguez de Sevilla, lugarteniente del escribano mayor del
Cabildo, notificó a Enrique de Guzmán, alcalde mayor, informándole que el
Cabildo le otorga poder suficiente para decidir qué recaudos hay que poner en
el castillo de Matrera para que la fortaleza esté bien guardada, y para ordenar
los libramientos consiguientes en el mayordomo. También tendrá poder para
ordenar repartimientos de los peones y ballesteros que fueren necesarios. Con
ese mandamiento, Enrique de Guzmán, duque de Medina Sidonia y alcalde mayor,
mandó a Juan Fernández de Sevilla, mayordomo, para que pagase a Fernando de
Medina de Nuncibay 11.860 mrs. que le correspondían por los siguientes
conceptos: por los ocho días del viaje que hizo con cierta gente para poner
buen recaudo en el castillo de Matrera, a razón de 600 mrs. diarios, 4.800
mrs.; por un quintal de pólvora que se llevó al castillo en un barril que costó
2.560 mrs.; y para 15 peones que estuvieron en el castillo 15 días y cobraron
por ello 20 mrs. diarios cada uno, 1.500 mrs. De esta cantidad deberá pagar
6.466,5 mrs. de los 10.000 mrs. que en él fueron librados por la nómina a
Cristóbal de Moscoso con tenencia del castillo; y 5.393,5 mrs. de los 7.000 que
se libraron en él en los 314.105 mrs. de las rentas de las imposiciones de la
tierra de Sevilla. También pagó en 1473 a Fernando de Medina, el Mozo,
veinticuatro, 1.000 mrs. para los hombres que debían llevar agua al castillo de
Matrera, agua que posiblemente fuese tomada del manantial que hoy conocemos
como el de la ermita de Las Montañas.
Entre el 3
de marzo de 1481 y 4 de enero de 1484 salió a subasta unas obras en el Castillo
de Matrera, saliendo con un precio de 220.000 mrs. y terminando rematada en
67.000 mrs. El lugarteniente del escribano mayor del cabildo notificó el día 12
de enero a los contadores que Juan García, cantero y vecino de Sevilla, se
obligó a realizar la obra de albañilería del castillo de Matrera con las
condiciones señaladas por 67.000 mrs. y que presentó los fiadores requeridos.
Hasta llegar
al año 1503, a excepción de los pagos por las tenencias del Castillo, los más sobresaliente
para éste fue las reparaciones que efectuó Nicolás Martínez de Durando, obrero
de las labores, reparaciones que aparecían señaladas en un informe de
inspección que se hizo por orden del cabildo; en tales reparaciones se gastaron
un total de 877,5 mrs., y el envío de ciertos caballeros y peones al Campo de
Matrera para asegurar la posesión de la Ciudad.
En la carta
puebla firmada por los colonos para la repoblación de Villamartín con la ciudad
de Sevilla, quedaron expresamente excluidas la fortaleza de Matrera, la torre
de Villamartín, los ejidos y el molino del Lobillo, que quedaron bajo control
de la Ciudad. Desde aquí y lo leído hasta ahora, se hace posible que, entre
otras cosas, el control de las tenencias de la fortaleza y la torre no gustaban
que cayeran en manos extrañas debido a la alta renta que conllevaban,
igualmente podemos decir de las rentas de los arrendamientos de los ejidos y el
molino del Lobillo.
Con la caída
de Granada y la fundación de Villamartín en el año 1503, el Castillo de Matrera
entró prácticamente en declive. Su interés defensivo dejó de tenerlo al no
haber frontera que defender, cada año había menos personal, los reparos y las
dotaciones de armamento dejaron de suministrarse, las tenencias más próximas
llegaron poco más del año 1521. A partir de esta fecha el castillo de Matrera
estaba vacío y como no había reparaciones cada año se caían algunas piedras por
la acción de la naturaleza, solo lo visitaban los animales que encerraban en su
albacar.
Sin más
noticias sobre el Castillo salvo su existencia, llegamos al siglo XVII cuando
el Concejo Real se encontraba en su momento más difícil para la contribución al
sostenimiento de los gastos de la monarquía. Las ventas de los señoríos fueron
uno de los medios utilizados para el incremento de ingresos en las arcas
reales. Facilitada por una demanda creciente entre los medios de los negocios,
que los utilizaban, por una parte, como refugio de capital en tiempos
difíciles, y por otro lado como salto cualitativo en su ascenso social. Un
ejemplo del accenso social de personas procedente de los negocios, que
conseguían hidalguías, hábitos, títulos y señoríos fue el I Marqués de los
Álamos del Guadalete, recorrido que era tanto más rápido cuanto mayores eran
las necesidades de la Corona. De la parte introductoria del libro “Real
Ejecutoria del Marqués de los Álamos del Guadalete de 1732” sabemos que el
dicho I Marqués D. José de Lila y Valdés compró a S.M. el rey de España la
Villa de Villamartín y que litigó con la ciudad de Sevilla sobre la propiedad
de la misma. Dicha compra fue importante para las arcas del rey, pero luego el
Marqués tuvo que lidiar dos corridas, por decirlo de alguna manera, una, con el
pueblo de Villamartín; otra, con el clero, una vez fracasada su intentona con la
Villa de Lebrija. Lidia que no vamos a narrar aquí porque escapa a nuestro
objetivo.
Pero si
hemos hecho mención al Marqués de los Álamos del Guadalete es porque el nombre
del Castillo de Matrera vuelve, a partir de 1685, a ser noticia. Sobre todo, en
los textos escritos por el Marqués, que los titulaba así: “D. Pedro
Alcántara de Lila y Maraver, Vint de la Cerda, Ponce de León, Vera, Silva,
Vega, Colarte, Valdés, Rivera y Lila, Marqués de los Álamos de Guadalete, señor
de la Villa de Villamartín, del Castillo y Campo de Matrera, su término y
jurisdicción alta y baja, con nuevo mixto imperio, permisión y tolerancia”.
Tras
la constitución de las Cortes de Cádiz, la villa de Villamartín, su Castillo y
el Campo de Matrera dejó de ser Señorío y se convirtió en alcaldía
constitucional. Si a esto se suma que hacia el año 1818 la Chancillería de
Granada resolvía a favor de Villamartín el pleito sobre las tierras del Campo
de Matrera que se tenía con Sevilla prácticamente desde la fundación, el Castillo
de Matrera, ya muy ruinoso, quedó en manos de Villamartín. Y así quedó hasta la
segunda mitad del siglo XX donde se empieza el estudio del Castillo en
profundidad.
Muchos son
los historiadores que han escrito sobre el Castillo de Matrera y de ellos me he
valido para realizar esta narración, entre ellos:
Juan Ignacio
Varela Gilabert en su artículo de 1985, «El Castillo de Matrera y el hombre que
lo mandara construir», que dice: Vale la pena ascender hasta el recinto y
contemplar la mole de su Torre norte, cuadrada, y el resto de su bóveda que don
Miguel Mancheño y Olivares, el historiador y arqueólogo arcense califica de
«primitiva», y que el inolvidable poeta de Villaluenga, Perico Pérez Clotet,
sospecha de construcción árabe.
Antonio
Jarén Domínguez en su artículo en el libro de feria de Villamartín de 1995, «El
Castillo de Matrera. Una aproximación histórica y arquitectónica» en el cual
nos comenta que en el Cerro Pajarete no ha habido una excavación arqueológica
que evidencie labores para acondicionar el lugar a la defensa. Nos dice
también, que no es azarosa la construcción de la torre del homenaje en el lugar
en que está, ya que aprovecharon las enormes rocas naturales como potentes
refuerzos de la muralla. En su descripción de la fábrica nos dice que la torre
del homenaje se ubica en la parte norte del recinto y presenta su más grave
derrumbamiento donde teóricamente debía estar situada la entrada de la misma.
Nos muestra
un croquis de la planta de la fortaleza: Croquis de la fortaleza
Alejandro Pérez Ordoñez (Profesor,
arqueólogo e intérprete de Patrimonio Histórico) nos dice que el castillo se
divide en dos partes: la torre del homenaje que se alza en el sector norte, en
el lugar más infranqueable, donde la pendiente cae casi en vertical, y el gran
patio de armas o albacar, circunvalado por una muralla de escasa elevación que
lo ciñe completamente y con dos puertas de acceso, una en la cara occidental,
llamada Puerta de los Carros, y otra en la oriental, llamada Puerta del Sol.
El albacar
tiene planta irregular ligeramente elíptica y es de gran amplitud, con una
longitud de 185 ms. en su eje mayor y un perímetro amurallado de 500 ms.
Según Carlos
Quevedo Rojas, la torre del homenaje se alza en el sector norte, en el lugar
más infranqueable, donde la pendiente es más abrupta. Es de planta rectangular,
de 14,40 metros de largo (E-O) por 8,70 metros de ancho (N-S). Los muros tenían
un grosor de 2,75 m en sus flancos este y oeste y 1,75 m en sus flancos norte y
sur.
Archivo
Municipal de Sevilla. Este archivo municipal contiene gran cantidad
de referencias sobre el Castillo de Matrera y del cual he podido sacar gran
parte de la historia que estáis leyendo. Esas referencias están incluidas en su
mayor parte en la:
Sección 15ª
(Papeles del Mayordomazgo)
Catálogo del
siglo XIV (1310-1396)
Catálogo del
siglo XV (1401-1416)
Catálogo del
siglo XV (1417-1431)
Catálogo del
siglo XV (1432-1442)
Catálogo del
siglo XV (1443-1454)
Catálogo del
siglo XV (1455-1474)
Catálogo del
siglo XV (1475-1488)
Catálogo del
siglo XV (1489-1504)
Catálogo del
siglo XVI (1505-1510)
Catálogo del
siglo XVI (1511-1515)
Catálogo del
siglo XVI (1516-1526)
Catálogo del
siglo XVI (1527-1558)
Catálogo del siglo XVI (1559-1591)
El Castillo
de Matrera es Bien de interés Cultural (BIC) desde 1949 como
monumento de arquitectura defensiva y está protegido por la normativa
urbanística de Villamartín. La titularidad del Bien
es privada por lo que la propiedad establece el régimen de visitas.
Aparte de sus valores históricos, su entrono de monte bajo mediterráneo cuenta
con un gran interés natural y paisajístico.
En 2013 se
derrumbó gran parte de la torre debido a las escasas labores de reparación de
los problemas estructurales detectado décadas atrás.
La posterior
obra de preservación en 2016 con la autorización de la Junta de
Andalucía fue muy polémica, pues a pesar de recibir críticas populares en
un principio, fue galardonado con dos premios internacionales: premio
internacional de arquitectura Architizer y premio neoyorquino
A+Architizer, que al final terminó ganando en la categoría de "Preservación".
Tras la
intervención y restauración monumental en el castillo por parte de Carlos
Quevedo Roja y su equipo, el aspecto que el castillo presenta, aún en la
distancia, es imponente, debido a sus grandes dimensiones, tanto en extensión
como en altura y esbeltez de la torre, así como su situación estratégica que lo
hace visible desde grandes distancias.
Cora.- Circunscripción administrativa de la España musulmana.
Al frente de cada cora se hallaba un gobernador nombrado por el califa.
Banda Morisca.- Parte del territorio de la frontera del reino
nazarí de Granada que dependía de Sevilla.
Talas y correrías.- fenómenos inherentes a la guerra de
desgaste que se libraba en la frontera.
Orden Militar de Calatrava.-
La Orden de Calatrava es una orden militar y
religiosa fundada en el Reino de Castilla en el siglo XII, en el año 1158, por
el abad Raimundo de Fitero, con el objetivo inicial de proteger la villa
de Calatrava, ubicada cerca de la actual Ciudad Real.
Orden Militar de Alcántara.- La Orden de
Alcántara es una orden militar y religiosa creada en el
año 1154 en el Reino de León, y que perdura en la actualidad. Al
principio se denominaba Orden de San Julián del Pereiro y era filial
de la Orden de Calatrava.
Dinastía nazarí.- La dinastía nazarí fue la última dinastía
musulmana que dominó el Reino de Granada desde 1238 hasta el 2 de enero de
1492. Su caída supuso el final de al-Ándalus. Esta dinastía tuvo un total de 20
sultanes granadinos.
Camisa.- En fortificación y arquitectura histórica,
se llama camisa al elemento que rodea normalmente en
un castillo medieval a la torre del homenaje dejando muy
poco espacio entre una y otra.
Virote.- El virote es una clase de saeta. Es uno de los
proyectiles que las ballestas pueden utilizar.
Virote empendolado.- Saetas o dardos con
pluma.
Escudo pavés.- Un pavés es un escudo prolongado que cubría el
cuerpo del combatiente.
Bacinete.- Era un casco de hierro en un principio hemisférico
y más tarde puntiagudo que cubría las orejas y el cuello, con visera o sin ella
usado en la Edad Media desde finales del siglo XIII hasta el primer tercio del
siglo XV.